Empezó a llover muy suave. Unas gotas finas que acariciaban la piel sin fuerza. Nada hacia prever lo que vendría luego. Días y semanas que se convirtieron en meses sin dejar de caer el agua. Pero lo peor, con todo, no era la lluvia. Lo peor era la falta de sol. Decían que eso era la vitamina D. Que era por su ausencia que nos sentíamos todos como si hubiéramos sido abandonados por Dios a nuestra suerte. El gobierno montó un programa para repartir vitaminas. Según dónde vivías te tocaba ir un martes o un jueves al ambulatorio mas cercano, a tomar la pastilla. Decían que el programa era lo único había conseguido frenar la epidemia de suicidios. Pero seguían. No pasaba un día sin que el metro se parara mientras recogían a alguien de las vías. Y los más sensibles habían dejado de cruzar los puentes por no toparse con alguno tirándose de la barandilla al río. Muchos no se aventuraban a salir, hartos de caminar con la cabeza baja evitando charcos. Se quedaban en casa y a veces se les olvidaba ir el martes, o el día que tocara, a tomar la vitamina. Y al poco se cansaban de ver sus caras pálidas y sus ojos hundidos en los espejos. Así que aunque el gobierno aumentó la vigilancia en el metro y puso policía en los puentes, la gente seguía acabando con sus vidas. Hasta que la sangre acumulada en las bañeras fue colándose por las alcantarillas y los charcos, inundando la ciudad de reflejos rojizos.
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